Y lo que pasa es que cuando menos queremos acordarnos de alguien el mundo, el azar, la suerte (mala) y los planetas parecen saber de ese deseo y nos pone a prueba: a ver cuánto es el aguante que llegamos a tener hasta explotar, no importa de qué forma o contra quién, sólo para saber si nuestro umbral es lo bastante alto como para seguir de largo y saltar el trago amargo.
Hasta el momento todo parecía bajo control. Trataba que los recuerdos que la llevaba de inmediato tan sólo por escuchar su nombre quedaran disueltos en su mente y de a poco borrarlos, los buenos pero sobre todo los malos, porque ellos eran el motivo que hacían no querer ni siquiera escuchar y mucho menos pronunciar su nombre.
Cuando algún que otro no estaba al tanto de su "separación" y preguntaban por él casi sin dejarlo terminar ella respondía que prefería no hablar del asunto que en otro momento quizás. No le importaba quedar como una maleducada frente a esa situación. Su dolor o su rabia o ambos a la vez eran más fuertes que los buenos modales que demostraba a diario. Y es que su boca decía no pero su corazón hablaba más alto y le recordaba el sentimiento que aún seguía vivo. Pero eso ya no importaba, no fue suficiente para retenerlo. Y tampoco el futuro que habían planeado pudo concretarse.
Fueron varios los años que estuvieron juntos y enamorados, como esas típicas parejas que siempre se llenan en las novelas televisivas, esas que creemos nunca se van a dar en la vida. Pero ellos eran el uno para el otro y su destino era el mismo, como si Dios hubiese escrito la historia perfecta y no habría mejores protagonistas que ellos para esa ficción que era real. Deseaban lo mismo: una vida juntos y un "hasta que la muerte los separe". Y ese día, el soñado para ambos llegó. Su casamiento. Ahí rodeados de sus seres queridos y amigos más íntimos, se prometieron amor eterno. Cualquiera que haya estado presente aquel día podía afirmar que las palabras que se decían a los ojos eran tan ciertas como el contexto todo. Su felicidad se irradiaba por doquier y se contagiaba aún sin querer.
La ceremonia concluyó y una vez solos terminaron de arreglar algunas cuestiones antes de descansar lo suficiente como para emprender un viaje en auto hacia el destino de luna de miel, que no era uno sino varios porque pensaban recorrer el país en ese vehículo que habían comprado hacía un par de años. Tanto el recorrido como el auto fueron dos de esos deseos materiales que pudieron lograr y obviamente casarse.
Salieron y se despidieron de sus respectivas familias que al cabo de un mes volverían a reencontrarse. Habían trabajado lo bastante como para ahorrar y "darse el gusto".
No cabía más felicidad en esos cuerpos. Todo estaba saliendo tal cual lo planeado. Hasta que un día, el segundo de su luna de miel, todo se volvió de cabezas y la vida de ambos cambiaría para siempre.
De noche regresando al hotel de turno, un clima hostil y una lluvia que no dejaba divisar más de doscientos metros fueron los factores para que se produjera un accidente. Él manejaba lo más lento que podía pero en una curva temible y más peligrosa aún un camión lo embistió de lleno. Y todo sucedía en cámara lenta. Cuando la normalidad pareció tomar control, ella miró a su costado y vió a los médicos junto sus padres. Se retiraron el padre y el médico. No entendía qué pasaba. Cuando se quedó a solas con su madre lo único que preguntó fue qué había pasado, dónde estaba él. Y ahí la noticia menos esperada. Lo siguiente fue romper en llantos y gritar, exclamar su nombre. Sólo su nombre que ahora le recordaba lo más lindo que tuvo y el dolor más profundo.
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